A la hora del café me saluda un antiguo amigo de la época en que dirigí la escuela taller de Alcaraz. Él era el administrador. Por aquella época se retrasaban los sueldos del personal y decidí hacer unas gestiones con el director del organismo público que tenía que hacer los pagos, el cual a su vez llamó al funcionario de turno y le pidió explicaciones delante de mí. Cuando, todo ufano de mi buen hacer, de vuelta al pueblo se lo conté a mi administrador, éste se echó las manos a la cabeza y empezó a gesticular por aquellos vericuetos y callejuelas musulmanas: "¡cómo me haces eso! ¡me has estropeado todas las gestiones! no entiendes nada, ¡ahora el funcionario estará cabreado!". Y, en efecto, yo no entendía nada de nada. Quizás por eso dejé el puesto al poco tiempo. Pero a ambos nos quedó un buen recuerdo.
La mesa de la terraza en que le invito a sentarse está llena de agua de un turbión de finales de verano que acaba de visitarnos. El ambiente está fresco y el cielo cubierto. Ha engordado y se le han acentuado los rasgos campesinos - un cutis áspero y bien rosado incluido. Se nota que el ejercicio de la abogacía no sólo le ocupa en la ciudad y que seguimos coincidiendo en nuestro amor a la tierra, aunque yo desde una larga tradición en la que el terrateniente y el pequeño burgués se mezclan para dar un cutis distinto, aunque de similar color.
De hecho, su historia ha recorrido un camino inverso que se nota en su barriga y que quizás esté en el origen de nuestra amistad. Nuestra conversación pronto discurre sobre el mal futuro de las profesiones liberales en una sociedad que no las valora. Pero, como el turbión que nos precedió en la mesa, pronto tenemos que despedirnos; lo que hacemos calurosamente. Me he pasado ocho minutos del horario draconiano que la crisis ha impuesto a los funcionarios - al menos, me consuelo, que nadie nos envidie.
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