Releo "El bebedor de luna" de Göran
Tunström, un relevante escritor sueco. Narra con agudeza y humor la infancia
de un chico islandés en la época de la independencia de Islandia (1944). Y retrata un
país que se podría calificar de inocente, o sea, no contaminado por
nacionalismos radicales, ni siquiera por la idea de Estado. Un país que es más
bien (al menos en la novela) una comunidad de gente a la que le gusta seguir sus reglas propias y no
sentirse amparados por nadie.
Y es que los estados modernos están lastrados
por muchas servidumbres derivadas de su historia de guerras y luchas de
intereses que, como bien dice Slotervijk ("Temperamentos
filosóficos": Platón), ya estaban prefigurados en la mentalidad
cosmopolita que nace en la Grecia del siglo V a.d.C. Esa necesidad de creer que
el mundo se adapta a la forma de una mente racional a fin de poder salir de
nuestra tierra y transitar cómodamente por él.
Pero la Islandia de Tunström es otra cosa. Una mentalidad que reivindica la tierra y sus costumbres sin pretender ser universal. Habría que reivindicar una filosofía propia de esta forma pacífica y modesta de estado.