lunes, 18 de agosto de 2008

Inquieto siglo XX

El verano avanza, pero yo estoy cansado. Regresamos de quince días en el pueblo: una casa pequeña con más gente de la que cabe, siempre observado por el resto de la familia. Escapadas al bar, el anonimato de los bares. Me llevo libros, intentando pergeñar ese trabajo sobre las migraciones que me comprometí a entregar en septiembre. Golondrinas en la calle, que han migrado. Pero las mías son migraciones humanas: intentar comprender cómo y qué tipos de gente han ido poblando mi ciudad a lo largo del siglo pasado. Lagunas de mi conocimiento ¿Cómo fue ese primer tercio de siglo en el que tantas veces me han dicho que Albacete exportó tanto trigo a Europa en guerra? Tiempos de progreso y enriquecimiento para unos y pobreza para otros (¿algo nuevo?). Según un cronista de la época, las exportaciones ocasionaron escasez entre los pobres del país: lo que se producía se exportaba. La gente del campo tuvo que acercarse a la ciudad al no disponer de nada en el campo, ni siquiera trabajo ¿primeros barrios de la periferia? Alejados del casco entonces, sobre los pocos altozanos improductivos de las afueras, más allá de las huertas de los vecinos de la ciudad. Los muros de tapia en las casas que han sobrevivido hasta hace poco delatan que son caseríos de esta época. Barrio de San José, frente al campo de fútbol - suelo rocoso con el que las máquinas han tenido que luchar para excavar el parking de los grandes almacenes recién inaugurados -; barrio de las Cañicas, entre el antiguo camino real y el canal, tierra de nadie; barrios del Sepucro (otro altozano) y La Vereda... este último en el llano, en el lugar de acampada de las gentes que desde finales del XVIII llegaban a la Feria a comerciar con su ganado... uno de los más antiguos. ¿El más antiguo? El Cerrico de la Horca con sus habitantes gitanos que llegaron a habitar en cuevas.
Pero he de quedarme en el siglo XX y completar lo que ocurrió en el segundo y tercer tercio. En realidad, el siglo no avanzó por tercios sino a empujones: arrancada de caballo y parada de burro, dicen. Tercios de treinta años, pero también de veinte.
Primero, el siglo, dicen, empezó tarde, hacia 1910, por lo que el primer tercio acabó en 1940. Y aunque acabó en crisis, en tragedia, fue un tercio dinámico, de empuje, de cambios: no sólo la industria del norte, también las nuevas carreteras que serán el soporte de toda la actividad subsiguiente del siglo, el descubrimiento de nuevos mercados, la aplicación de nuevos productos que multiplicaban la producción (abonos químicos en el campo, máquinas, electricidad suministrando energía para cualquier cosa y en cualquier lugar, no como el carbón, que no se podía transportar mucho más allá de la estación de ferrocarril a la que lo traían los fabulosos trenes).
Segundo, el segundo tercio fue corto, terminó en 1960, veinte años de ensimismamiento; mucha gente volvió al campo, incluso a las zonas montañosas y, sobre todo, los que ya estaban allí se quedaron. Dicen que las montañas volvieron a saturarse de gente. Vivían de la tierra y ningún mercado exterior que produjera bienes más baratos tenía entrada en el país. No había riqueza, pero tampoco competencia. Había pobreza, pero la llevaban dignamente entre todos, sin desigualdades que alteraran la vida en comunidad. Cada uno vivía en su casa con sus vecinos luchando con la naturaleza, viviendo.
El tercer tercio empezó con una huida masiva, como si todos se hubieran vuelto impacientes. La provincia vio, por primera vez, como cada año tenía menos habitantes. Francia, Alemania,... volvían a necesitar gente porque carecían de jóvenes: los que volvieron de la guerra se jubilaban y los que nacieron durante la guerra eran (pasa en las guerras, es normal) eran muy pocos. Épocas de "generaciones vacías" lo llaman los especialistas. Pero en España ocurría lo contrario: la gente no aguantaba más mirándose al ombligo. El campo, tan fecundo no sólo en cereales sino también en gente, se había vuelto a sobrepoblar y los jóvenes necesitan espacio y posibilidades, aventura que Europa les brindaba. Algunos, de camino, se quedaban en la ciudad que empezaba también a despertar. Fue lo único que siguió creciendo en la provincia (los campos se abandonaban): recuerdo el 68 lleno de grúas y obras en el mismo centro. Recuerdo a las muchachas de servicio de casa de mis padres saludando, ligando desde las ventanas de casa con los obreros que cada semana levantaban un piso más por encima de la casa de los abuelos, más allá del mirador que hasta entonces había sido la construcción más alta del barrio. La ciudad necesitaba obreros y los obreros necesitaban casas, casas que construían ellos mismos en las afueras, porque las que les daban el pan eran para otros, para los que habían hecho dinero y fortuna o habían conseguido sueldos de funcionario al amparo de un régimen inmovilista pero que necesitaba una administración fuerte y controles de todo tipo.
Años febriles... hasta la nueva crisis europea, mundial... la de finales de los 70 y gran parte de los 80. Poco a poco la gente empezó a volver y cada vez menos se aventuraban a salir. Es más, a muchos ni siquiera les dejaban entrar. De nuevo el paro, el exceso de habitantes para poca actividad. Casas nuevas en los pueblos construidas con los ahorros de la emigración. Pero ahora casi vacías. El contacto con la civilización seca los vientres. El campo no necesita tantos brazos. Las madres alumbran cada vez menos hijos hasta el punto de que cada generación es menos numerosa que la anterior y se camina lentamente hacia la extinción, como cualquier otra especie amenazada.
Pero entonces llega el último acto y nos sorprendemos convertidos en europeos envidiados por países más pobres, países fecundos, gente que huye de su tierra como nosotros huimos de la nuestra. El final del XX en realidad es un principio adelantado del XXI. Los historiadores tienen razón: el siglo XX fue corto. Empezó tarde y terminó antes de tiempo.

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