miércoles, 9 de septiembre de 2009

Una afición recuperada

Apenas he dormido tres horas y en el despacho mi jefe tiene ganas de charlar y comentar asuntos. Yo sólo quiero que esté todo en silencio.
Estos días de fiesta he retomado el ajedrez. Otro tímido intento. Aprendí a jugar con once años y en el Benidorm de principios de los setenta me hice notar jugando con todos los vecinos sin importar su edad. Pero a los catorce lo dejé decidido a no volver a jugar jamás, porque me obsesionaba. Pasaron veinte años antes de volver a jugar una sola partida. Las que he jugado después, la mayoría intrascendentes, se podrían contar con los dedos de la mano.
Lo importante del ajedrez es comprender las posiciones y yo entonces no entendía nada. Confiaba el éxito a un cálculo frío de todas (?) las combinaciones posibles, buscando la mejor. Fracaso seguro, como en la vida. La consecuencia, que se confunde en estos casos con la causa: miedo detrás de cada movimiento.
No toda la culpa, sin embargo, era mía. Por aquel entonces la literatura de ajedrez se centraba en las estratagemas, las jugadas "mágicas", el balance de fuerzas materiales, el dominio matemático de los finales y de las aperturas. Nada de percepción de la estructura de una posición, del poder de un simple peón bien colocado, nada sobre la importancia de la economía de tiempo, casi nada sobre el control del espacio ni de la relación dinámica entre las distintas piezas a lo largo de la partida, del placer de verlas trabajar conjuntamente hasta cuando están quietas. Las piezas eran simples elementos con unas reglas de movimiento internas, "individuales", que perseguían su propia brillantez independientemente de un conjunto que se limitaba a estar presente hasta que alguien superior (el jugador) emitiera una orden. Todo un reflejo de la educación un tanto "victoriana" que recibí...
Cada vez que retomo el juego detecto el riesgo a caer en esa visión "cerebral" e individualista del problema. Y busco mi propia reeducación: visión de conjunto, intuición de los detalles significativos, belleza del movimiento más tenue. Y superación de ese miedo a perder que está detrás de todo intento de cálculo exhaustivo y que lleva indefectiblemente... a perder.

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