jueves, 3 de septiembre de 2009

Un día cualquiera

Duermo en casa de mamá. Demasiada gente en su casa para dejarla sola: Dora de baja por la operación del lunes y una tía suya que viene desde el pueblo para cuidarla. Cuidar a quien se ocupa de cuidar a mamá. No estoy tranquilo hasta que decido irme a dormir allí.
Nadie se mueve en toda la noche. Desayuno. Salgo a comprarles el períodico y me llevo por cinco euros el primer tomo de la edición abreviada del María Moliner, que me llevo para mi despacho. Todo está en orden.
De camino al trabajo percibo una caricia que no se siente en barrios nuevos como el mío. Brisa fresca y sol suave a estas horas de la mañana anuncian el otoño. Al volver la esquina para dirigirme al parque las rayas blancas del paso de cebra destellan recién pintadas. Parece que estreno la ciudad.
A la hora del café nos visita Luis, mi jefe de mi época en el Ayuntamiento. En la cafetería, contándonos el verano, iniciamos una animada conversación sobre el papel que desempeñan los nombres en los viajes. Yo mantengo, evocando a Proust en la segunda parte de "Por el camino de Swan", que es en los nombres donde se condensa la experiencia (real o imaginada) que tenemos de los lugares. Pero la conversación se ve interrumpida por una chica de nuestra edad, hija de una familia cercana a la mía, que se planta delante de nosotros, nos mira fíjamente y en una actitud un tanto extraña expresa la emoción que la embarga al encontrarme. Desorientado, intento ser amable y le correspondo. No se despide, no se sienta. Los presento. Calla, pero sigue sin despedirse y acaba tomándose una cerveza con nosotros. "Siento haber interrumpido algo importante", repite una y otra vez. Su vaso permanece intacto hasta que al final, con una mezcla de cariño, pena y alivio, tengo que dejarla para volver al trabajo.
La tarde la dedico a pequeñas tareas pendientes. Medito, retomo el yoga que interrumpí con el viaje del verano. Ceno con Isa. Vuelvo a casa de mamá.

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